AP. MIAMI.— En las últimas cuatro décadas, Donald Trump se ha enfrentado a unos 4.100 casos judiciales, según una estimación realizada en 2016 por el diario USA Today. Eso supone aproximadamente material suficiente para filmar ocho veces y media la serie de televisión Ley y Orden. Los miles de casos de Trump lo abarcan casi todo en el terreno civil. Suspensiones de pagos por cientos de millones de dólares, abusos sexuales, fraude fiscal, estafa, incumplimiento de contrato o violación de la ley electoral son algunos de los casos que han sido lanzados contra el ex presidente de Estados Unidos -o que él ha lanzado contra otros- lo que le convierte, con toda seguridad, en el empresario que más veces ha acudido al juzgado en la primera potencia mundial.
Pero ninguno de esos procedimientos ha tenido la gravedad del que este martes se ha iniciado en la ciudad de Miami, en Florida.
Desde hoy martes, Trump está imputado por la comisión de presuntos delitos federales, sobre la base de, entre otras, la violación de la Ley de Espionaje de 1917, debido a su decisión de llevarse documentos y secretos de Estado de la Casa Blanca en las últimas horas de su presidencia y negarse a devolverlos. Ésas son acusaciones muy serias. Se basan en gran medida en la Ley de Espionaje de 1917, en virtud de la cual el matrimonio Julius y Ethel Rosenberg fueron condenados a muerte en 1953 por pasar secretos nucleares a la Unión Soviética de Stalin, y la práctica totalidad de las condenas a cadena perpetua sin redención de condena a espías de las últimas décadas.
Los 37 cargos correspondientes a siete delitos que le fueron leídos, y a los que se declaró inocente, este martes a Donald Trump en Miami son federales. Eso los sitúa en un plano muy superior a los del proceso en el que está como acusado en Nueva York por violación de la legislación de ese estado. Los cargos federales suelen ser penados con sanciones mucho más graves, porque afectan a la ley federal de Estados Unidos -es decir, no a la legislación de cada uno de los 50 estados- y, por consiguiente, con de alcance nacional, a menudo -como en este caso- impactando en los intereses nacionales del país.
No acaban ahí las diferencias. Los fiscales federales tienden a tener más recursos humanos y presupuestarios para llevar a cabo su trabajo, lo que hace más difícil y compleja la defensa de los acusados. En el caso de Donald Trump, este problema se agrava porque la mayor parte de su equipo jurídico ha dimitido porque el ex presidente no les contó le verdad acerca de la sustracción de los documentos. Según se recoge en la página 21 del acta de la acusación, Trump llegó a decir a sus letrados que mintieran a los investigadores al proponerles tranquilamente: «¿No sería mejor que les dijéramos que no tenemos nada aquí?»
La espantada de los abogados llegó al extremo de que hasta el martes por la mañana, apenas seis horas antes de la comparecencia ante la juez Aileen Cannon, Trump no tenía un abogado de Florida para acompañarle. Y eso era algo crítico, puesto que la legislación de ese estado exige que sea un letrado acreditado (en el bar, como se le conoce en EEUU) allí el que represente, siquiera formalmente, al acusado en la lectura de los cargos. La imagen del ex presidente de Estados Unidos representado por un abogado de oficio hubiera ido una humillación más para Trump.
Una humillación ante la que el ex presidente reaccionó sacando los instintos políticos que le convirtieron en 2016 en jefe de Estado y del Gobierno y le han situado en 2023 como favorito absoluto para disputar la presidencia de nuevo. Mientras la caravana presidencial -todo ex presidente sigue teniendo derecho a un vehículo oficial con enormes medidas de seguridad- cruzaba las autopistas de acceso a Miami, en las que el tráfico se había interrumpido -de nuevo, una práctica habitual- Trump colgó un mensaje, todo en mayúsculas, en su red social de microblogging, Truth Social: «Uno de los días más tristes en la historia de nuestro país. Somos una nación en decadencia». Poco después, a falta de uno de unos pocos minutos para entrar en el juzgado federal de Miami, Trump volvió a Truth Social y siguió con las mayúsculas: «En camino hacia el juzgado. ¡Caza de brujas! MAGA».
Después, el automóvil en el que viajaba el presidente desapareció de la vista al pasar por una de las puertas del garaje del edificio en el que está el juzgado federal de Miami. Las cámaras de televisión no captaron el momento, porque era una zona cerrada. El resto de la caravana accedió por otra puerta, más visible, a la torre, que estaba acordonada por la Policía de Miami -al igual que el edificio anexo- ante el peligro de algaradas de seguidores de Trump y de críticos de éste. El Servicio Secreto, que se ocupa de la seguridad de Trump en su calidad de ex presidente, exigió que se bloqueara con barreras de cemento la zona en la que está el edificio, pero la policía de Miami, que es la responsable de la seguridad, se negó a ello.
Una vez en el sótano, se siguió un protocolo pactado entre el FBI y el Servicio Secreto. Al no poder acceder por la puerta principal por el riesgo de que hubiera violencia, Trump y su equipo -abogados y guardaespaldas- tomaron un montacargas que los llevó directamente a un piso en el que les esperaba el FBI. Los agentes de este cuerpo -en la práctica, la única policía que se ocupa de todo el territorio nacional que hay en EEUU- informaron a Trump que estaba bajo arresto, aunque esto no implica que, como es habitual en muchos casos, fuera esposado. Más bien, estar arrestado significa que una persona está bajo la jurisdicción del Estado. Los agentes del FBI no le esposaron, dado que técnicamente Trump se entregó. Pero sí le leyeron los derechos Miranda, como se conoce en EEUU a las frases «tiene usted el derecho a permanecer en silencio, cualquier cosa que diga puede ser utilizada en contra suya, tiene usted derecho a un abogado, tiene usted derecho a que un abogado esté presente en su interrogatorio».
Los agentes llevaron entonces a Trump al despacho del mariscal (marshall, en inglés) del juzgado federal, Gadyaces Serralta. Los mariscales son funcionarios nombrados por el presidente -Serralta fue, de hecho, puesto en el cargo por Trump- que obedecen al fiscal general -cargo equivalente al de Ministro de Justicia en España- pero que ese encargan del perfecto funcionamiento de los aspectos legales y administrativos de los juzgados federales (no de los de los estados).
Serralta supervisó lo que se llama habitualmente como «el procesamiento»: la toma de huellas dactilares de Trump, la introducción de un hisopo en la boca del presidente para hacerle un raspado y obtener una muestra de su DNA, y la toma de varias fotografías. No hubo la mugshot, es decir, la clásica foto de los detenidos de frente y de perfil con una escala detrás para medir su altura, por temor a que esas imágenes fueran filtradas y convertidas en un elemento de lucha política y, según la defensa del ex presidente, porque éste no presenta riesgo de fuga.
Fuera, una portavoz del equipo de Trump, Alina Habba, su más fiel asesora y aliada, leyó un breve comunicado en el que comparó la detención de Trump a la transformación de Estados Unidos en Cuba o Venezuela. «Hemos llegado a un momento en la Historia de nuestro país en el que la persecución de oponentes políticos es el tipo de cosas que ves en Cuba y en Venezuela. Lo que se está haciendo al presidente Trump debería es aterrorizar a los ciudadanos de este país«.
Finalmente, Donald Trump, el político que en octubre de 2016 prometió en un debate a su rival, Hillary Clinton, que, cuando él ganara las elecciones, «tú estarás en la cárcel», pasó a que la jueza Aileen Cannon le leyera los cargos por sus siete delitos federales que pueden hacer que pase, en teoría, el resto de su vida en la cárcel.